domingo, 24 de marzo de 2013

EN NOMBRE DE LAS TETAS DE KATHY BATES III


DE  LAS CROQUETAS DE MORCILLA  Y LOS HOMBRES LOBOS AL BOCADILLO DE CHORIZO “PAMPLÓNICA” DE LOS PALETAS

 Tal vez porque nunca he vivido una guerra me gustan las películas bélicas. Me las he visto todas, bueno casi todas, desde La Batalla de las Ardenas hasta Doce en el patíbulo, desde Tres tumbas en El Cairo hasta Malditos Bastardos. Aún así prefiero Hermanos de Sangre, la serie de televisión de Steven Spielberg y Tom Hank. Según nos cuentan, cuando los soldados de la 101 División Aerotransportada del ejército de Estados Unidos,  que participarían en el Desembarco de Normandía, subieron a los aviones el 5 de junio de 1941 sabían que les habían adjudicado la parte más peligrosa de la acción: acabar con las defensas artilleras terrestres de los alemanes. Para eso les habían traído al continente. Para eso llevaban entrenando más de tres años. Eran paracaidistas.


Aún así seguían siendo hombres. Algunos, los más estúpidos, lograron dormir a pesar del traqueteo del vuelo. Otros, los más acojonados cruzaron el sur de Inglaterra y el golfo de Vizcaya rezando o fraguando en sus cobardes mentes el subterfugio de última hora que les librase de efectuar el salto detrás de las líneas alemanas. Los más inteligentes sufrieron la pesadumbre antes de la derrota. Su corazón acelerado por la imaginación sobrevoló al avión, anticipó el salto, el lacerante dolor de las balas abriendo su carne y, los menos, la victoria final.


Luego, todo fue distinto a lo imaginado. Una vez en el punto de lanzamiento unos saltaron y murieron, otros saltaron y ganaron la guerra, otros, los menos, se quedaron sentados paralizados por el miedo y regresaron a casa.

Yo hubiera sido de los estúpidos. Lo reconozco. Nunca hubiera librado ninguna batalla. Nunca libré ninguna. Como los más inteligentes anticipo la derrota, siento la pesadumbre por la imposible victoria y como los tontos me rindo.

Me quedo dentro del avión. Aunque sé que puede estallar conmigo dentro. Es una posibilidad. Pero tal vez me salve y regrese a mi butaca de la felicidad. Esa es la disyuntiva.

Y admito que me lo llaméis estúpida con letras mayúsculas.  Dormí a pierna suelta veintiséis años. Sin miedo ni pesadumbre. Con la felicidad del afortunado. Por eso fue tan duro el despertar.


Cuando el 20 de agosto de 2009 abrí los ojos sobresaltada, con el corazón encogido, en mi cama vacía, no fue porque pensara que mi mundo se había hundido, que mi abundante carne se pudriría en pocos días en el sumidero de la insania, que mi cerebro clamaría una y otra vez por aquella canción de Los Ramones “Quiero estar sedado”.

“Nada que hacer, ningún sitio a donde ir. Solo quiero ir al aeropuerto y coger un avión. De prisa, de prisa, de prisa, antes de que me vuelva loco.”

No. Lo que más tarde me atormentó fue mi ceguera. ¿Por qué no había saltado a tiempo de aquella charca de tedio? ¿Por qué?

¡Si yo no quería a mi marido!

Eso, exactamente eso, fue lo que más me costó comprender. Que siéndome totalmente prescindible, mi mente lo necesitara con más ansiedad que al aire. Cosas del estúpido que se quedó en el avión cuando los antiaéreos lo habían despojado ya de su carcasa.


Todo comenzó... a las ocho, cero, cero de una mañana fresquita. Con una brisa húmeda colándose por las juntas de la persiana. Con toda la cama para mi sola y mis doce arrobas, debiera haber sido un despertar amable. De hecho mientras andaba en la media vigilia me pareció oír a David Bisbal cantando que seguía Esclavo de mis besos. No es que me emocionase especialmente el citado espécimen, todo rizos y descoyuntes, una ya no estaba para tanto meneo, pero nunca es de despreciar que alguien, quien sea, cuando ya tienes cincuenta años, diga lindezas a tu oído.

Un inciso:

Una de las cosas que antes despreciaba y que ahora, ahora me enloquecen, es pasar por delante de una obra y que los albañiles me silben o me llamen “tía buena” o que me pidan que espere, que bajan a por mi. Hace un año formaba parte de la legión invisible.

Como decía, andaba en un, sí, un, no, cuando de repente mi cama tembló. Sí, tembló. Y no era fácil removerla. De hecho nadie lo había hecho desde que una cuadrilla de cinco hombres consiguió armarla. Ocurrencia de José Antonio. De madera maciza, maciza, de ébano. Un capricho que se dio cuando le tocó las últimas navidades el gordo, casi medio millón de euros de los que se gastó 150.357,25 euros, en aquel mastodonte. Un despilfarro.

Dijo que era su sueño. Mintió. Pero como todo lo demás me lo creí. Elefante con los ojos tras las orejas. Vigilando como se aposentaba el polvo de la vereda tras mis pasos. El camino de delante dado por conocido.

Para mí que ya entonces pensaba abandonarme y aquella era, según él, mi parte en la división de la sociedad de gananciales, que fue lo que su abogado propuso.

—Porque no le queda más remedio, a ver dónde se la va a llevar.

Me advirtió la pasante solidaria del mío, Vanessa, sí Vanessa, antes de enfadarse ante la injusticia y ponerse a hakear en las entrañas del Organismo Nacional de Loterías y descubrir, otro de los secretos de José Antonio.


 Como decía, la cama era inmensa, la plaza de Tianamen cabía en su ruedo y aún sobraba espacio para algún palacio de la “Ciudad Prohibida”. Dos cuarenta por dos. Sacábamos billete para ejercer derecho a roce. Los escasos roces que le permitía, que nunca fui con él mujer de mucho tacto.

Pues tembló el mastodonte. Se estremeció. Se agitó arriba y abajo. Se removió sobre sus patas. Me zarandeó del primer centímetro hasta el doscientos cuarenta, de tal manera que tuve agarrarme al colchón inamovible de latex para no besar el suelo. Y en una segunda oleada el mismísimo colchón se desplazó. La modorra se desvaneció. Fue el principio del fin.

Me senté en la cama con una agilidad que ni siquiera ahora que he perdido tres arrobas, se me han torneado las piernas y mis nalgas parecen de acero consigo alcanzar. Vamos, que si hubiera estado en los tacos de salida de la final de la carrera de cien metros de Pekin me hubieran descalificado por salida falsa. A pesar de todo, ni por un solo instante me cruzó la idea de que aquel temblor se debiera a un choque sísmico (bien conocido es por los lectores de Don Quijote que por la llanura manchega no corre ninguna falla tectónica, que a lo más que llega el telurismo es a absorbernos el agua del cerebro para reabastecer el acuífero 23).

Bisbal desapareció en la batahola.


En cuanto me repuse del susto identifiqué el sonido y la onda sísmica que transmitía a mi cama con alguna actividad extra lujuriosa de la hija adolescente de mis vecinos de arriba. Gótica por más señas. Pensé que por fin había conseguido su sueño y disfrutaba de su primer orgasmo con una manada de licántropos. Porque aquel seísmo no podía proceder de la oscilación de un solo cuerpo. Y además que ya no era Bisbal el esclavo de sus miedos. Sino la misma Shakira, cuya loba andaba comiéndose el barrio antes de irse a dormir.

Me conformé y me alegré. Siempre es una satisfacción que alguien consiga sus deseos. Imaginé que la pobre chica levitaría de estremecimiento en estremecimiento. Aburrida, me crucé de brazos a esperar. Los licántropos adolescentes tienen fama de persistentes, tenaces, incansables, a demás de ser los que mejor besan. Terminarían rápido, no por licántropos sino por adolescentes.


Yo no tenía ninguna posibilidad de imitarla aunque llamara a su puerta y les pidiera a los lobos que me devorasen. Cosas de la cincuentena y la menopausia. Creía, entonces. Mi loba interior estaba a años luz de descubrir que estaba encerrada en un armario.

Para sofocar la transmisión de energía que de la loba encelo del piso de arriba me llegaba, cogí de la mesita el libro sobre las cartas de Emily Dickinson con el que me había ido a dormir. Aquel libro sí que era un puro estremecimiento, aquellas inesperadas palabras sí me corroían las entrañas. “La valla” es de Dios –Mi Dulce amigo- por tu gran bien –no el mío- no te dejaré franquearla –pero es toda tuya, y cuando sea el momento levantaré los Barrotes y te pondré sobre el Musgo –Tu me enseñaste la palabra. Espero que no tenga una apariencia distinta cuando la fabrican mis dedos”. Escribía. La carta de una beata a su reverendo.

Lo dejé, no disponía de ninguna mano sobre mi musgo. Irritada lo lancé al otro lado de la plaza. Con la oscilación fue a caer casi en el Mall de Washington. No podía traicionarme así mi querida Emily, mi recogida y pusilánime prisionera de una partícula de aire. Ella no podía haber conocido, ni disfrutado de lo que yo ya no anhelaba.

La segunda sombra que me rondaba.

Sobre la propagación del sonido explica la Wikipedia (ese paradigma del saber común) que cuando un cuerpo oscila: la hija gótica de mi vecina, pone en movimiento a las moléculas de aire que la rodean y estas, a su vez lo transmiten a sus vecinas y así sucesivamente en una cadena de diminutos choques, lo que significa que el desplazamiento que experimenta cada una es pequeñísimo, infinitesimal.

En puridad, el choque de las caderas de los licántropos con las nalgas de la gótica debería ser mudo para mis oídos. Era el maldito aire enviciado de la habitación el que me comunicaba el orgasmo, cuando a ella, a la gótica, posiblemente, le pasara como, si hacía memoria y recordaba, me sucedía a mí cuando José Antonio se me subía encima. Una pesadez de estomago y un suspiro.


Gina Lollobrigida lo explicó muy gráficamente. Cuando le preguntaron si era cierto que Warren Beaty se había corrido con ella siete veces en una noche, ella contestó: “No lo sé, yo sólo estaba allí tumbada”.

Claro que aquella mañana fresquita del 20 de agosto aún desconocía las propiedades del sonido. Literalmente las paredes se trastabillaban borrachas, una vibración interna las agitaba como si un alien forzara el parto. Debió ser por eso por lo que, cuando me levanté, entré en el baño y descubrí que uno de los baldosines de encima de la bañera se había desprendido y a otros dos les habían salido rajas, me enfadé.

Irritada, sin pararme en mientes, sin darme una peinada, sin echarme por encima de los hombros una mañanita o un peinador como las mujeres decentes, ni ponerme la bata de boatiné, abrí la puerta y salí al pasillo dispuesta a detener la orgía. Me iban a destrozar la casa. Mi premio por ser buena con ella.

Cuando me pidió llorosa que le ayudara a preparar una comida sangrienta para sorprender a sus amigos, licántropos y vampiros, dijo, generosa le preparé unas sabrosas croquetas de morcilla. ¿Generosa? Estúpida. Cuando me la cruzaba en el portal ni me hablaba.

Pero me apiadé de ella, recordé mis dieciséis años y la libido desatada y compré las morcillas, de sangre y cebolla y los piñones. Para que se sintiese participe le pedí que los descascara; en otra no se había visto. Lo intentó con los dientes, ni sabían que existían los cascanueces aunque sobre la mesa estaba el de hierro que heredé de mi abuela.

— No los destroces que son caros —le advertí mezquina mientras partía unos cuantos y me los comía.

Destrozó casi cien gramos y no importó. Sofreí las morcillas deshechas con los piñones, retiré el aceite y añadí la harina tamizada. No le pedí ayuda, iba de negro, para qué la quería blanca. Le mandé que calentase la leche para la bechamel. Derramó la mitad sobre la encimera. Le dije que su perro aullaba, que subiese a calmarle. Corrió a su casa aunque no tenía perro. Y no importó.

Abrí la ventana a pesar de ser invierno, que se ventilasen las musarañas, que se largasen los no muertos.

Una vez solas, la harina se tostó sin estridencias y con burbujas sonrientes recibió la leche templadita, la revolví con mi mejor cuchara de madera y  ni un grumo; luego le rallé nuez moscada, el toque exótico.


Dejé enfriar la masa y recé para que a la niña no se le ocurriese aparecer para ayudarme a hacer las croquetas. No creo que hubiera sabido manejar a la vez las dos cucharas, ni que las rebozase primero en huevo y después en el pan y la harina de almendras. 

Así que aquella mañana pensé que lo había conseguido, que gracias a mis buenos manejos como cocinera había atrapado a un hombre lobo y se vengaba con aquel terremoto. Pensé. Desconocía que entre la fuente sonora (los cuerpos en oscilación de los licántropos y la gótica) y el receptor (los baldosines de la bañera) se produce una transmisión de energía, sí, pero no un traslado de materia. Claro que también desconocía que el sonido no se propaga de arriba a bajo, ni de abajo a arriba, vamos, que no tiene nada de gallego, sino que como la vieja “Internacional sindical”, propaga la revolución en todas las direcciones.

En el rellano descubrí  que no eran los meneos de la gótica, seguramente ya tan licántropa como sus seductores, los causantes. La oscilación ascendía por el hueco de la escalera. Era en el piso de abajo (vacío) donde se producía la juerga. Extraño. Muy extraño. 

Por un instante temí que hubiéramos sido invadidos por una horda de okupas antiglobalización, enseguida me tranquilicé, pensé en su incompatibilidad antropológica con los meneos de Shakira.


Los okupas estaban más por Bob Marley y el reggae que por la colombiana, que era rubia pero demasiado batallada.

La curiosidad mató a las mujeres de Barbarroja y no hubiera cumplido con el imponderable metafísico de mi sexo si no hubiese bajado hasta el primer piso.

La puerta estaba abierta de par en par.

Un hombre disfrazado de albañil desliaba de unas hojas del Marca un bocadillo de chorizo pamplónica, el aroma era inconfundible.

Otro con un pico golpeaba el techo.

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