lunes, 22 de octubre de 2012

TENGO EL HACHA, DECID MI NOMBRE



Pensáis que conocéis a la loba ¿verdad? Habéis leído las Diabluras de Verano y os habéis hecho una composición de lugar, su casa, su aspecto, sus deseos, sus amantes. ¡Borradla! Desde ya os digo que os equivocáis. No es tan pacífica como muestra el dibujo, y además tiene un secreto. Por si alguien no lo ha sufrido en sus carnes no lo olvidéis, los secretos nunca son benéficos, causan extravío.

Recordad lo que os dicho cuando comencéis a leer la siguiente historia y no lo olvidéis os cuente lo que os cuente…



Cuando terminé de leer “La Metamorfosis” de Kafka sufrí una transformación que ha marcado el resto de la mi vida. No, no me convertí como Pepe Sansa en un escarabajo. Me convertí en un fásmido.
Al principio no me percaté de los cambios. Me miraba las manos y las veía del mismo tamaño de siempre, fuertes, recortadas; me miraba las piernas y tal vez no a la primera impresión, pero sí fijándome bien, parecían un poco más esbeltas que antes, lo achaqué a la nueva dieta, a las horas y horas subiendo y bajando escaleras; me miraba en el espejo del baño y tal vez los pelos de la nariz ya no se vieran tan negros ni hirsutos, tal vez, sólo tal vez, el rostro se me hubiera hundido algo, la mandíbula se percibía más chupada, como las de esas actrices que para conseguir que sus facciones cumplan la regla de oro se extraen las muelas del juicio; pero es que a mí me las habían extraído algunos años antes de leer a Kafka; mi dentista, que debía la pensión a sus dos últimas ex mujeres, lo había considerado necesario para no ir a la cárcel, diez mil quinientos euros del ala, que se dicen pronto.

No supe que era un fásmido hasta que vi “Master and Commander”, la película de Peter Weird, que, basada en los libros del británico Patrick O´Brian, narra las aventuras del capitán Jack Aubrey. ¿Recordáis las escenas en las Islas Galápagos con el doctor Maturin, el médico de la Surprise, de vocación científico naturalista que se ganaba la vida amputando piernas y brazos a los hombres de la Royal Navy?; ¿recordáis cuando, con el guardiamarina Lord Blakeney, un chiquillo de dorados rizos, se ponen a ordenar los especímenes descubiertos y se encuentran con el insecto palo? Pues ese era mi nuevo yo, lo decía el espejo y el diario del guardiamarina. Luego el buen doctor me describió como un insecto neóptero.


Tengo que reconocer que la película me fascinó, sobre todo el capitán, ese Russell Crowe, ay, Russell Crowe todas mis glándulas salivaban en cuanto hacía acto de presencia, imponente, en la pantalla. Y con tanta fascinación volvió a ocurrir.
Mientras aún intentaba racionalizar mi primera transformación, mis muslos comenzaron a engordar al tiempo que a estirarse, la tripa se me redondeó, la barba asomó, un poco rala al principio, luego rubia, hasta que al mirarme en el espejo, intrigada por el sonido como de violines que me rodeaba, me di cuenta que era yo mismo el interprete, yo quien sostenía en mis brazos un violín y mis dedos los que ejecutaban el Allegro nº 6 de “La Musica Notturna Delle Strade Di Madrid” de Boccerini.

Entonces me di cuenta, tenía un serio problema de estructura molecular. De insecto palo me había transformado en el capitán de fragata Jack Aubrey, luego el doctor Maturin estaba en lo cierto, ya no había duda alguna, era un fásmido o fásmida, que el sexo en este orden de los invertebrados es intranscendente.
¿Y qué es un fásmido os preguntaréis? A parte de la pedantería es… el ser vivo más inteligente de la creación. Sí, no es nada personal, no me estoy alabando, pero ya me diréis si no es inteligente un ser con habilidad suficiente para semejarse a otros seres de su entorno con los que no guarda relación. A esta propiedad de cambio de apariencia, los naturalistas, tipo doctor Maturin, la han denominado mimetismo.
Toda este largo preámbulo es necesario para que entendáis porque este artículo se titula “Tengo el hacha, decid mi nombre”.



Seguro que cuando habéis leído el título muchos, por no decir casi todos os habrá sonado la frase, seguro que habréis dicho, “vaya, otro artículo sobre Breaking Bad”. Y eso es así porque el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de vosotros habréis visto u oído hablar de “LA SERIE”, con mayúsculas y negritas.
Os ofrezco otro dato. Ese porcentaje tan elevado es el resultado de años de estudios científicos para obtener el control de la mente humana. ¿Recordáis el programa MK Ultra de la CIA? Comenzó a principios de los años cincuenta y se desarrolló en los sesenta, hasta que el New York Times descubrió las fechorías cometidas en su ejecución y la Comisión Presidencial Rockefeller lo clausuró en 1975. Las más conocidas fueron tan inverosímiles como colocar bombas en caracoles para matar a Fidel Castro mientras buceaba, su director el doctor Sidney Gottlieb,


Supe del proyecto a través del escritor que más sabe de la intrahistoria del imperio, Stephen King. Stephen, en 1980 publicó “Firestarter”, en España, “Ojos de fuego”, y no, no os voy a contar de qué va, sólo que describe al doctor Wanless, “un gordo de calvicie incipiente que desmenuzaba cigarrillos en el cenicero” y sus experimentos con psicotrópicos (el Lote 6 ) y a un organismo de los servicios de inteligencia, La Tienda, (algún gracioso dirá que ya puesto podría haberlo bautizado como la TIA, el organismo de seguridad donde trabajaban Mortadelo y Filemón).

Pero no, no hubo mucho humor en el trabajo del doctor Sidney Gottlieb, alias el doctor Wanless, no podía haberlo, libraba una batalla por el control mundial. Una batalla más y no de las menos cruentas de las que se produjeron durante la Guerra Fría; no supuso el  despliegue de divisiones de blindados ni de artillería, sino de hombres con batas blancas científicos, principalmente psicólogos conductistas de la Unión Soviética y de los Estados Unidos de Norteamérica, que con la escusa de encontrar la droga de la verdad, manipularon las mentes, primero de ratas, luego de presidiarios, después de soldados y por último de gente de la calle con hipnosis y alucinógenos. 
Ganada la guerra a finales de los ochenta por el cowboy Ronald Reagan, desaparecidos los hombres de las batas blancas, la televisión americana se situó a la vanguardia de los ejércitos de los States, dispuesta a imponer al mundo entero el “American way of life” a través de ese invento del diablo conocido por Serie de televisión. Allie McBeal, Canción triste de Hill Street, Playa de China, Remington Steel, Capitanes y Reyes, Hombre Rico, Hombre Pobre, Dallas, Twee Peak, etc, etc… Una invasión. Aún hoy, en pleno declive económico y con una caída considerable de la audiencia local, el imperio conserva el control del planeta gracias a la colaboración altruista de la www. Y no digáis que es paranoia. Vosotros y yo somos la irrefutable prueba. En vez de hablar de “Aquí no hay quien viva” lo hacemos sobre B&B. ¿Conspiración? Inteligencia aplicada a la economía. 


Pero antes de seguir con los experimentos del doctor Sidney Gottlieb, que no los del profesor Bacterio, y el éxito actual de las series de televisión, permitidme un poco más de solipsismo.
En principio, la capacidad de mimetismo de un ser vivo implica capacidad de medrar, es decir, un beneficio. Pero yo, además de ser vivo en constante transformación, pertenezco al género humano, subespecie homo sapiens de la familia de los googeliensis, por lo que reconozco que al principio, mi condición de fásmido la consideré más como una debilidad que como una posibilidad de medro. Si no decidme, qué pinta en el siglo XXI un capitán de fragata pasado de peso en medio del secarral manchego.


Realmente tenía un problema. Durante años procuré aislarme, evitar las transformaciones y mantuve relaciones sólo con los miembros más cercanos de mi familia, que aún a costa de muchas lágrimas, sobre todo de mi madre, terminaron aceptando mi particularidad y admitiendo a regañadientes que en cuanto me bebía una pinta de cerveza terminaba cantando “Adiós, damas españolas”, en vez de  “Suspiros de España” de doña Concha Piquer, que era lo que a ella le gustaba.
Sin embargo el mundo es una continua tentación y a un capitán joven y con la libido sobre recalentada no puedes apartarlo así como así de la sociedad, por lo que entre todos, a indicación de mi hermano, decidieron que podía mantener cierto contacto, aunque fuera a través de internet (¿la verdad?, porno en red), y así me abrí una cuenta en faceboock y otra en Megaupload. Y claro, volvió ocurrir, ha vuelto a ocurrir.
Al principio no me fue tan mal. En 2006 descubrí la serie Bones y me transformé en antropóloga forense, como no había ningún crimen en mi entorno ni mucho menos un macho alfa como el agente Booth, cambié rápidamente de nuevo en lo más fascinante de la serie. Me transformé en esqueleto. Os aseguro que fue un tiempo plácido y feliz.

Pensaba que ese iba a ser mi yo definitivo porque después de siete temporadas Bones me seguía fascinando por igual, pero no, ha tenido que cruzarse en mi camino un sobrino del diablo Vince Guillian, para que todo vuelva a cambiar.
Y es que Guillian desde el 2007 dedica todas las horas de su vida a crearcon meticulosa precisión un fascinante ser infernal llamado Walter White. Y que conste que no le considero más culpable de la conspiración que a Matthew Weiner, creador de Mad Men, o Shonda Rhimes  de Anatomía de Gray o David Benioff y D. B. Weiss los de “Juego de Tronos”. Aunque Guillian y su mesa de guionistas,  los  íncubos George Mastras, Peter Gould, Colin Bucksey, Thomas Schnauz y la súcubo Michelle MacLaren, dediquen horas y horas de estudio e investigación en hacernos admirable y deseable la transformación de un pobre hombre, profesor de química, ciertamente un perdedor, condenado por el cáncer, en un frío megalómano asesino, Heisenberg. Y lo logran con una economía de medios digna de mejor causa: unos cuantos quilos de cristal azul, un sombrero negro, un cambio de coche y unos cuantos muertos. Pero qué muertos, qué cristal, qué sombrero. Y ale hop. Medio mundo quiere que Walter White sobreviva a sus crímenes, sus negocios sucios y a su cáncer. Medio mundo olvidando que es la encarnación del mal. Medio mundo.

Y yo, recordad, soy un fásmido.
Cuando en 2009 comencé a ver la serie nada ocurrió, una más con protagonista que no es nadie, porque Guillian presenta en la primera escena del primer episodio a Walter White en calzoncillos blancos, como los de mi padre, saliendo de una caravana en medio del desierto medio drogado, los narcos medio muertos esperándole dentro y las sirenas acercándosele, tan desesperado como para volver la pistola contra sí y disparar. Luego resulta que no hay bala ni policía persiguiéndole, sólo un coche de bomberos pasando veloz por su lado.

Seguí convertido en esqueleto, los diálogos estaban bien, yo diría que muy bien, pero me pareció demasiado sórdida para un esqueleto. Era más divertido dejarse manipular por los internos del Jeffersonian. Fascinante. Pero un día vi el segundo episodio y aunque Walter seguía tan mísero como en el primero, demostró que tenía posibilidades e iniciativa (esa escena en la que vuelve a la tienda y vapulea al acosador de su hijo minusválido fue esencial para darle una pátina de héroe. Era malo sí, pero por necesidad, mucha necesidad. Cómo ahora todos nosotros.

Durante estos primeros episodios el cielo y el desierto subyugantes, los instrumentos de la pesadilla. El desierto de Nuevo México lo conozco, he visitado sus ranchos, hablado con sus habitantes enclaustrados esos que te reciben con el rifle en la mano, me han ladrado sus perros y he ahuyentado a los coyotes que roían los huesos de los muertos, los de Heisenberg, los de Guss, los de Mike, los muertos del mundo que enfrían las estrellas, porque esa es otra, las estrellas rabiosas que cubren  el cielo de Albuquerque, aún en la Zone Wart, la zona verruga, literal, la que no muestra Guillian porque Breaking Bad no va de drogatas sino del poder y la gloria. La gloria de ser Dios y el poder de asustar al diablo.


Pero claro, tanta intensidad, tanta fascinación ha acabado pasándome factura. En julio me tocaba guardia paterno-filial, (los viejos están ya tan gagas que necesitan que les alimentes, les digas que es hora de cambiarse el pañal cosas así) y menos mal que mis viejos no se parecían aún a Tío Salamanca, que todavía controlan la lengua y las piernas.

El caso fue que el 24 de julio, a las diez de la noche, comencé mi maratón particular viendo de un tirón la cuarta temporada de la serie. Esa en la que Walter cambia su viejo coche por cincuenta pavos, se encasqueta el sombrero y  con conocimiento de causa se adentra en el camino de los muertos. Los demonios ya no le acechan, se acabaron en el primer episodio, él es ahora el demonio. Y aunque Guss, ese Guss, redios, que manera de matar, que manera de morir, parece que por unos instantes le va a ganar la partida, que el ojo que todo lo ve le va a dejar sin salidas, no será verdad. Walter da el paso definitivo y por primera vez para conseguir sus intereses planifica, manipula y mata. Convirtiéndose así en el marionetista que maneja sin piedad todas las perchas.

Pero dejemos a Walter y su cáncer.

Y volvamos a lo que vamos, yo, yo y mi transformación. Para no tener que oír las voces de los viejos pidiéndome que apagara el ordenador, que el iva iba a subir y el recibo de la luz a dispararse, los mandé un rato a la iglesia. Son miembros de la Adoración nocturna, se cansan un poco, les duelen las rodillas, pero vuelven suavecitos como un guante de piel de cabritilla. Además tenía un secreto. Quería imitar a Jesse, Jesse Pickman, el alumno con conciencia de Walter y organizar una fiesta rave.


La mercancía, la meta no me preocupaba, domeñado el alcalde, el suministrador oficial del pueblo, con una sustanciosa comisión y utilizando a mi hermano para que encendiera las pipas nada podía salir mal. Para cuando llegaron las dos de la mañana del 26 de julio ya se me había puesto cara de Badger (un amigo de Jesse) y contemplaba abismado en mis pensamientos los ecualizadores del viejo radiocasete en el que mi hermano sin que nadie se lo pidiese había puestos una cinta de Extremoduro. No podíamos ir más pillados.

-  ¿A quién vas a invitar a tu rave? –me preguntó el desdentado alzando los ojos del cigarrillo que en esos instantes liaba- no conoces a nadie.

En verdad su inquisitoria me puso furiosa, había pensado que aparecerían Skinny Pete y Badger, los amigos de Jesse, pero claro en cuanto miré a mi hermano supe de lo imposible de mi pretensión, me enfadé mucho más, qué derecho tenía a preguntar, era mi fiesta y él un jodido perdedor que intentando no hacer mal a nadie no contribuía a la economía familiar, ni para cuidar a los viejos servía.

Pero su pregunta era una jodida pregunta. Una rave no es una rave sino puedes terminar echándolos a todos a la calle, y para echarles primero hay que recibirlos. Miré mi Timeline de Twitter y la lista de mis seguidores, daban frío. Los declaré spam a todos y me rodeó el vacío. Qué felicidad.

De pronto, extrañamente sentí hambre. “Encarga unos pollos asados”, le ordené.

- ¿Pollos asados en una rave? –preguntó. Dios, cómo podía llamarse mi hermano, era más lento que Hank, el cuñado de Walter, sobre la cuña. Claro que cuando por fin se sienta en la taza recibe la iluminación de las “Hojas de hierba”.

Por cierto ¿habéis mirado bien una cuña? ¿No os parece que tiene una profundidad de campo que quita el aliento. El travelling con el que Mary, la hermana de Skyler, la cuñada de Walter, termina de limpiarla ya lo hubiera querido para 8 ½ el gran Fellini, removió mis entrañas con el poder de una raya de meta directa sobre el límbico.

-  Y encarga meta –le ordené.

-  ¿Meta?

-  OMG ¿es que tienes que repetir todo lo que digo? Para.

-  Pero…

-  Para, para, para…

Y es que el cristal licua las meninges, sorbe el cerebro y pudre los dientes. Y yo no necesito tomarlo para notar sus efectos, he absorbido todos los humos del laboratorio de Walter. De repente mi hermano comenzó a encoger, a encogerse…, me tiré al suelo para seguir su descendimiento. Al final lo perdí, pensé que se había metamorfoseado en escarabajo, pero no, lo que había al lado de mi pie era una asquerosa hormiga negra que arrastraba las alas. Así que lo levanté y la espanzurré. Y entonces ocurrió. Sí ocurrió. Cogí el sombrero negro de mi padre, el de las bodas y funerales y me lo encasqueté.



¿Recordáis, soy un fásmido? Me miré al espejo de la cómoda y me devolvió la mirada el mismitico Heisenberg. Y entonces, para evitar preguntas inconvenientes de los viejos, como “¿dónde está tu hermano? Cogí el hacha y esperé que volvieran, de cuatro golpes los despaché. A la vieja le partí primero las piernas para que no escapara, con el segundo le dejé colgando la cabeza; al viejo, con el viejo fui más sádico, primero le corté una oreja y, claro, me llevé medio cráneo aunque como las gallinas descabezadas siguió boqueando, así que tuve que rematarlo y le corté la otra oreja de resultas que me quedé sin cráneo. Ya no corría. Dios que éxtasis ver manar la sangre…

En fin que por ahora me he comprado una videoconsola, una pipa, un futón y he pintado las paredes y los techos de la casa de rojo sangre de toro y almagre. Y si no he echado mano aún a la recortada es porque queda una temporada y aún podré aprender algo más del negocio. Por lo pronto el sitio de la familia en el cementerio sigue vacío, los bidones de plástico y el ácido mis aliados.

Pero no creáis que me confío, con el filo de la mirada controlo al alcalde y a los concejales, después de todo no son tan listos como se piensan, y aunque sé que nunca volveré a sentir la excitación del primer instante en que me reconocí criminal sé que a nada temeré, que Hank, el hombre de la DEA sólo utilizará las “Hojas de hierba” para limpiarse el trasero y Walter White prevalecerá, y claro, yo con él.



















viernes, 5 de octubre de 2012

Diabluras de Verano XV



Con retraso sobre el "horario" previsto las Diabluras de Verano llegan a su fin. Ante todo quiero agradeceros el tiempo que les habéis dedicado. No pasaré la gorra, sólo os pido que al final dejéis un comentario. Y si lo hacéis, por favor, recordad que soy un ser humano.
Gracias.

¡Un aviso! El blog no se cierra. A la vieja loba aún le quedan un montón de historias que contar.

Bien, este viaje indiscreto, este “Sálvame” sui generis ha llegado al final. Amada Muñoz Expósito, una mujer fracasada, una amante fracasada, una escritora fracasada, de la que hace dos meses nadie había oído hablar, que ni siquiera con su espectacular muerte consiguió cinco minutos de fama, ha quedado para siempre expuesta a la curiosidad de la gente.

Desde el 6 de agosto fecha en que comencé a contar su historia más de mil seiscientas personas han visitado el blog. No importa si son muchas o pocas, tampoco si sólo han echado una ojeada o se han enganchado a la historia; lo cierto es que Amada ha dejado de ser anónima. Ahora, cuando alguno de esos lectores, rebuscando libros en la Cuesta de Moyano, se tope con una novelita erótica firmada por Amanda Cook, Collette Porter o Aimée Rock, se dirá “Anda, si esta es la Amada Muñoz de la que escribía la lobavieja o “Yo a esta autora la conozco” y por curiosidad se la llevarán a casa. Si eso sucede estas páginas habrán cumplido su finalidad. 





¡Eh! ¿No irás a terminar así la historia? ¿Es que no vas a contarnos lo que realmente pasó en Nueva York? Preguntareis. Esa era mi intención. No por ganas de fastidiar sino simplemente porque no lo sé. Puedo intentar una aproximación, entre mi imaginación y lo que hemos averiguado puedo forjar una historia, que no dejará de ser eso, una historia. Ninguno de los protagonistas o de los testigos, que los hubo, al menos uno, están vivos. Así que mi versión puede ser tan válida como la de cualquiera.

No sé vosotros, yo la pregunta que no dejo de hacerme es ¿a qué grado de locura, si locura o llamadlo amor, llegó Amada para estando muriéndose viajar a Nueva York y matar a Margot?  

Mi opinión. Que de las muchas clases de locura que nos pueden asaltar la peor, la más terrorífica es la que se nutre de la soledad, la que remueven monstruos de cuerpo cubierto de escamas como los que creara H.P. Lovecraft, monstruos que al deslizarse por la piel arrastran tras de sí cualquier átomo de razón liberando a los demonios que llevamos dentro. 




Y si a la soledad y a los monstruos babosos se les añade la muerte y se revuelve con el amor y el resentimiento puede que nos acerquemos a una explicación plausible de lo que Amada sintió… Puede... 

Prefiero creerla loca a reconocerla vengativa. La mujer con la que hablé el 29 de enero de 2008 en el El Retiro no padecía la locura del abandono, al menos no me lo pareció entonces, sólo parecía cansada, vieja, enferma. Aún ahora después de escuchar las cintas y aceptar los testimonios me cuesta admitir que en su precipitado viaje a Nueva York hubiera alguna intención oculta. Para mí, Amada corrió tras Margot porque anhelaba la reconciliación.

- ¿Reconciliación, gilipolleces? Amada viajó expresamente a matar a Margot –se burló Vanessa cuando le expuse mis dudas-. Apenas aterrizó se compró la pistola, la llamó, quedó con ella y en cuanto le echó la vista encima le disparó. La mala suerte fue que se dieran de bruces con los policías.

- Llegó la tarde anterior –le advertí-, se vieron en el hotel, ¿recuerdas al vampiro? Le propuso volver con ella, seguro, y le dejó la noche para pensárselo, ¿no lo ves? La dejó que acudiera a la fiesta, que tuviera su oportunidad. El encuentro en la esquina de Lexington fue una cita, a la que Margot podía no haber acudido. Tuvo una oportunidad…

- No la tuvo, cómo no iba a acudir, estaba en Nueva York,  sola, le acababan de robar… sin un céntimo, tenía que presentarse ¿no lo ves? –repitió con sorna mis palabras.





El revólver. Recordé. Había un fallo en el relato que la inspectora Taylor nos había endilgado -¿Cuándo compró Margot el revólver? –le pregunté nerviosa- ¿Si la tal Addy le había robado el dinero cómo lo compró?, ¿cuándo? –insistí.

-Lo compraría en cuanto llegó.

-¿Por qué? ¿A cuenta de qué iba a hacerlo? Quería triunfar como fotógrafa, no robar bancos –no me respondió. No lo sabía Después de todo Vanessa no era tan lista como se creía y el final de su reinado andaba cerca.- No volvió al hotel, la hubieran reconocido ¿recuerdas? La Addy le robó hasta la llave, y no digas que lo llevaba con ella, lo habría dicho.

- ¿Quieres decir qué…? –preguntó de repente sin palabras.

Quiero decir que hay muchos locos en el mundo, muchas locuras distintas y que tan peligrosa o más que la de la soledad es la de los celos.





Quiero decir que aunque la versión oficial de la santafesina me obligue a imaginarme a una Amada rumiante de su locura en las oscuras calles de la madrugada neoyorquina, tal vez otro fue el final de la historia, tal vez algo más inverosímil, tal vez un evento impredecible de los que a veces acontecen en la rúa y ni siquiera con las narices pegadas a los cristales vislumbramos.

Así que por ahora, por ahora, hasta que Vanessa y sus hakeos me desmientan, creo que Amada, en la última noche de vida repitió los vagabundeos de Samantha entregándose a la ciudad sin darse cuenta de la gélida oscuridad por la que transitaba, con el aliento condensado cayéndole como copos de nieve sobre la barbilla. Porque está comprobado que no reservó habitación en ningún hotel. “¿Para qué?”, pensaría. Previó que compartiría la cama de Margot. Dando por hecho que las treinta y seis horas transcurridas habrían enfriado el entusiasmo que la huida y la llegada provocaron en “la artista”, concediéndole la ventaja del miedo. Creyó que Margot se resignaría, que regresarían juntas ¿dónde si no iba a encontrar otro amor?

O no. Tal vez callejeó en su última noche en Manhattan porque como los condenados necesitaba permanecer alerta, recordar, hacer balance. Contarse a sí misma la historia de dos muchachas ignorantes y jactanciosas que con apenas veinte años creyeron que se comerían el mundo. Comprender que a pesar de los años y las vicisitudes no habían cambiado. No ella. Apreciar, cuando la historia concluía, la rotundidad del fracaso. No sólo Margot no había sido lo suficientemente inteligente para aceptar la mediocridad de sus vidas sino que ella misma fue incapaz de prever una salida más acorde con la realidad. Y a cada paso se enfadaría más y más, seguro, hasta llegar a sentir que una vida vacua y vanidosa como la de Margot la hacía acreedora de un fin narcisista. Y entonces decidió que lo menos que podía concederle por los años de felicidad compartida sería convertirla en  famosa. Proporcionarle sus cinco minutos de gloria. 




O tal vez lo hizo porque cuando dejó el Chelsea, cuando dijo adiós a Margot callejear parecía lo más apropiado para macerar el rencor. Seguro que la “artista” le enseñó intencionadamente la tarjeta de la señora Addy, su triunfo. Amada no se habría fiado, jamás, seguro que le diría que en una tarjeta de visita cualquiera puede poner Management de Pacewildenstein. Luego, ante el gesto mezquino, renunciaría, para qué abrirle los ojos si los tenía llenos de esperanza. Y le concedería una noche más. Si Margot se abría en aquella fiesta un hueco en el mundo del arte Good for her. Y si no Good for me, diría. Margot volvería al redil como oveja descarriada, maltrecha, pero volvería.

- Aún así era una cita con una mujer –precisó Vanessa-. Tendría celos.

 Sí, tal vez fuera, a la vista del resultado, ese el motor de sus pies cuando descendió a los infiernos en busca de la muerte. Porque en Nueva York, como en cualquier otro sitio, más allá de la Quinta Avenida, de la ciudad de los turistas había una realidad distinta; una que se vivía, se vive entre agujas y jeringas rotas, tapones de frasquitos de crack, papelinas y basuras, entre muertos y embalsamados que alimentan a los millones de ratas que pueblan el subsuelo. Y sin embargo a ella nadie la molestó, ni siquiera aquellos que tantas películas nos han mostrado parados en las esquinas ciegas, aquellos que iluminan las aceras con el blanco de su dentadura. Y avanzó, avanzaría por las avenidas en penumbra, franqueadas por las ruinas de los edificios, de los almacenes y talleres silenciosos, sin obreros ni sindicatos, nichos de adoquines extraditados y gatos en libertad condicional. 




Hasta que en algún instante de la noche, mientras las ratas calentitas por las conducciones de gas dormitaban, se detendría frente alguno de ellos y aunque temiese el navajazo que le partiera el corazón, el pellizco de la bala que le mordiera la carne preguntaría “¿cuánto?”

Pero ni las noches de Nueva York son las que fueron ni los asesinos esperan por las esquinas a cincuentonas desoladas, de eso se había encargado Giulliani. Y se rió, seguro. Y su risa de tuneladora asmática desafiaría a cualquiera que se atreviera a rozarla. Y esperó, esperaría, mientras el hielo aprisionaba sus pies entre las grietas de las baldosas rotas, a que su suerte se decidiera. Y cuando la relación mercantil se concretó no dudo de que, sopesando la mortalidad del arma, con voz firme le pidió Enséñeme a utilizarla”.




Y el desconocido sacaría el cargador y le mostraría las balas. Luego el seguro. En silencio. Sin mediar palabra le daría un curso avanzado. Hasta dispararía una bala y el eco en el vacío de la noche lo repetiría colándose por las paredes derrumbadas, por los techos caídos. Seguro, seguro que esperó a que volviese el arma contra ella y le  abriese una rosa en su viejo abrigo de cuero. Pero no sucedió. No así

Y siguió callejeando porque ya no había nada más que hacer sino esperar al amanecer. Despojada de toda responsabilidad puesto que había bajado a los infiernos y seguía viva. Las aceras caminarían tras ella, persiguiéndola juguetonamente, nostálgicas de las tardes cuando se vaciaban los rascacielos y la vida las reventaba. En el bolsillo del abrigo la pistola, la Glock y el billete de regreso que a cada paso aumentarían  exponencialmente su peso. Y fue entonces cuando lo supo. Entonces, jugueteando con las balas, comprendió que sólo necesitaba dos, que llegado el momento abrazaría a Margot en la despedida y le dispararía en el corazón, luego volvería el arma contra sí.  

Y fue entonces, ya amaneciendo, cuando se encaminó hacia Lexington rompiendo el billete en diminutos trozos que sus pasos enterraron en la nieve. Luego, cuando vio a Margot salir de la boca del subterráneo disparó. Su tiro levantó esquirlas de la pared; Margot en cambio disparó contra ella y le partió el corazón al detective Carlos Solano; el detective Patrick H. Hermman, reaccionó y le descubrió el tercer ojo a la infeliz Amada y Margot oyendo tras ella el cerrojo de la celda cerrarse se llevó el revólver a la sien y se suicidó.

Eso fue lo que oficialmente ocurrió. Demasiado inverosímil pienso como para no admitir conjeturas. ¿Cuáles son las vuestras? ¿Ocurrió así? ¿Quién mató a quién?



Samantha
o la recompensa de la virtud




¡Querida! ¡Querida, Raquel! Ojalá estuvieras aquí. ¡Cuánto te añoro! La suavidad de la piel de tus muslos, la timidez remisa de tus pezones, su altivez cuando mi lengua los soliviantaba, la dulzura de tus labios… ¡Oh, querida, cuánto te echo tanto de menos! Ojalá y en vez de comprar la vaca hubieras venido conmigo…

 Y no, no es verdad lo que decía la señora J. lo infernal que resulta para una mujer viajar en barco. Desde la experiencia te digo que los meses en el mar, a pesar de las tormentas y las calmas han sido para mí muy placenteros. Aún reconociendo lo agobiante del confinamiento ha sido un bálsamo para mi estragado conejito y un reconstituyente para mi salud. Aún no habíamos avistado las costas de África cuando las fiebres desaparecieron y las carnes volvieron a ocupar los huecos abandonados. Y mi piel, querida, Raquel, recuperó su esplendor manteniéndose tan tersa, pálida y suave como cuando tus uñas de gata la incendiaban. 




En fin, fuera añoranza o no podré contarte las aventuras que me han sucedido desde que, medio cubierta por la sangre negra de los demonios, abandone la rectoría. En mi anterior billete, que por cierto, escribí apoyada en la cureña de un cañón, no quise decirte nada porque el rumbo del barco y mi destino aún eran inciertos. ¿Pensaste cuando viste su procedencia que me habían atrapado, que la justicia de Su Majestad había decretado mi embarque en el Queen Charlotte y mi destierro a la colonia de penados de Nueva Gales del Sur?

 ¡Cuánto has debido sufrir creyéndome en desgracia! Pero no, no hay lugar a las lágrimas, querida, soy una mujer libre. Soy el ama.



Ama no como tú de una granja, media docena de vacas y un rebaño de ovejas. Me he convertido en sacerdotisa suprema del templo del amor en una feraz isla que se encuentra en medio del mar entre las Antillas holandesas y la colonia de Nueva Gales, y que por mor de la conveniencia de los hombres de la armada no figura en ninguna carta de navegación. Es mi reino. Su territorio antes habitado por sanguinarios caníbales ha sido declarado, por el gobernador de la colonia, el más ferviente admirador de mi dominio, territorio franco. Lo que significa que en nuestra bahía atracan los barcos de Su Majestad para descanso y solaz de los hombres de la flota. Y yo, querida, soy su anfitriona, su fuente de placeres.



Como bien sabes, los hombres de la armada son unos pervertidos. Después de pasar meses viéndoles satisfacer sus instintos te aseguro, Raquel, que no les hace honor la fama que se les atribuye. Son mucho peor que los demonios de las vicarías. Y un navío de la armada es mucho más sórdido que el más sórdido lupanar de la parroquia de Whitechapel; por las callejuelas del East End resuenan gritos menos desgarradores que los que desde la cámara de proa, donde los hombres de la tripulación tienden sus coys para dormir, se escapaban durante las primeras noches de la travesía. Y es que los hombres recién embarcados, campesinos, grumetes o pajes fueron una y otra vez violados por los veteranos de la tripulación sin que el capitán ni los oficiales, entretenidos dando por culo a los guardiamarinas lo impidiesen.



Y sin embargo te aseguro que ningún temor sentí. Y es que a veces, querida, todo depende de encuentros tan disparatados como el que ha unido mi suerte a la del teniente Wilson. El teniente, para que no te llames a engaño te lo digo ya, es tan viejo como el vizconde y su badajo, aunque imponente como las campanas de la Abadía de Westminster, no resuena con el furor y la alegría de la Pascua Florida, ni siquiera con la pompa y parsimonia del oficio de difuntos. Aún así resultan encantadores, tanto el teniente como su badajo, con decirte que ambos usamos unos anticuados guantes de piel de pollo para sonsacarle unos pequeños repiques.

Encontré al teniente cuando vestida con las ropas del asesino, tomé, en el portazgo de S., la primera diligencia que pasó. Estaba tan conmocionada por los terribles sucesos, tan pocas fuerzas me quedaba que en cuanto puse un pie en el estribo del carruaje resbalé y caí en el fango inconsciente. Él me recogió, me sentó a su lado y dándome a beber una ginebra de cebada tan pura como la jenever holandesa me revivió.



Si mientras permanecí desmayada indagó bajo mis ropas la consistencia de mis huesos no te lo puedo asegurar, lo cierto fue que desde el principio me tomó por chico y yo no lo desmentí, aún ahora prefiere verme desnuda la grupa que beber leche de coco de mi conejito y eso que para él es gratis. En fin, para abreviar, el teniente me advirtió que iba camino de Plymouth, a tomar posesión de su empleo como segundo oficial del Queen Charlotte, navío de Su Majestad dedicado al transporte de presos. Y añadió que aunque andaba corto de renta necesitaba de un criado que cuidase sus ropas y sus provisiones, y me ofreció el puesto.

Acepté sin dudarlo, todo lo que yo quería era poner tierra o agua por medio de la venganza de los demonios, porque a pesar de comerme los huevos y aún el hígado del viejo vicario (que, por cierto, resultó demasiado pastoso para mi gusto y con un fuerte sabor a alcohol) no estaba segura de que no vinieran a por mí. Así que con alivio vestí los pantalones blancos y la casaca azul que el buen teniente me regaló para el viaje. 



Fingiéndome paje me embarqué y a pesar de que con él compartí un oscuro y estrecho camarote, jamás abusó de mí ni consintió que nadie lo hiciera. ¿Extraño, verdad?, no sabes bien cuanto. Una mañana bochornosa en la que el barco atrapado por las calmas ecuatoriales no se movía, la campana de la guardia de la mañana me despertó, eso creí, lo cierto fue que a pesar de la barahúnda que formaban los hombres en la cubierta, percibí junto a mí una respiración agitada. Me giré, la camisa de dormir arremangada hasta el pecho, las nalgas al aire y lo encontré de pie junto a mi coy, las manos cubiertas por los guantes de piel de pollo acariciaban con ansiedad su mustio vergajo. Lo reconozco, sentí aprensión de que lograra despertarlo y que se viniera con todo su volumen a buscar cobijo en mi trasero.

Me equivoqué. El pobre insistía e insistía y aquello siguió impertérrito, echado a la siesta, como los vientos. Me apiadé, me levanté, me arrodillé ante él e intenté con unos cuantos lametones que levantara cabeza. El teniente me apartó y dándome la vuelta se restregó arriba y abajo entre mis nalgas, llamando a la puerta, sin pretender forzar la entrada. Y al cabo de un rato, con un grito de júbilo merecedor de más grande hazaña se vertió dejando sobre mi piel apenas unas gotas de su leche. 



No te miento Raquel. Durante toda la travesía no se adentró en mí más adminiculo que mi dedo y eso que cuando el bochorno arreciaba todos los hombres andaban por la cubierta medio desnudos, incluso los oficiales más jóvenes en pelota viva. Y algunos, ay, algunos exhibían unos tarugos más gruesos que el palo mayor y algunas cofas, oh, dios mío, algunas cofas darían cobijo a regimientos enteros.

En fin, que para cuando rendimos viaje en Botany Bay andaba bastante insatisfecha, con las entrañas a reventar de jugos. Y la suerte, Raquel, no me abandonó. No dudo que ahora mi virtud sí está siendo recompensada. El teniente Wilson resultó ser un antiguo camarada del gobernador, otro viejo al que el cayado se le había adormecido hacía ya demasiado tiempo. Cuando fue a cumplimentarle le acompañé ya vestida de mujer y pude comprobar cómo mi presencia removía sus fuentes de placer.

- No te asustes si te ofrece un látigo –me susurró el teniente al oído.



Y me lo ofreció. No bien acabada la cena, cuando sirvieron los licores y los cigarros, el teniente se retiró alegando motivos del servicio. Al parecer, el gobernador en sus tiempos de capitán de la armada, era muy dado a castigar a los hombres al enrejado para recibir cuando menos veinticinco azotes. Luego, en el secreto de su camarote el teniente Wilson se los endilgaba a él en las nalgas con látigo de seda. Pero yo aquella noche no lo sabía y creí que mi viejo amigo me había traicionado.

El gobernador se me acercó, me cogió la cara por la barbilla y mirándome a los ojos me preguntó

- ¿Eres virtuosa Samantha?

No supe como contestarle porque realmente yo de mutuo propio no he inculcado ningún precepto, pero tímida bajé los ojos y los fijé en su portañuela mientras me llevaba una mano al pecho y acariciaba con dos dedos uno de mis pezones, para cuando él jadeante me alzó de nuevo la cara mi lengua ansiosa se relamía los labios.




Ya te puedes imaginar lo que a continuación ocurrió, le abrí la portañuela, cogí entre mis manos su capidisminuido cetro y por más que lo acaricié no conseguí que levantase la cofa. Estaba a punto de llorar cuando enfadada le di un cachete, y ¡oh sorpresa!, al gobernador se le escapó un suspiro de placer. Así que rompiendo mis enaguas me hice una especie de sacudidor con el que batí duramente sus escuálidas nalgas. Y el milagro ocurrió. Porque fue un milagro verle agitarse, elevarse y erguir la cabeza y es que suele sucederle a todos estos hombres que de jóvenes han sido grandes folladores, luego, llegados a cierta edad la verga ya sólo les sirve para la micción. Que se corriera dentro de mí nunca fue una posibilidad, alguna que otra vez intenté empalarme pero fracasé, se le desarbolaba en los umbrales por mucho que silbara el látigo al cortar el aire.


En esos juegos anduvimos unas semanas, hasta que apareció la señora gobernadora. Venía asustada por el ataque que había sufrido a manos de unos nativos caníbales y el fracaso de su obra misionera precisamente entre las mujeres del que ahora es mi reino, pretendía con la biblia en la mano cubrir su desnudez y obligarles a vivir en monógamo matrimonio. Así que por un tiempo el gobernador sólo tuvo tiempo para rezar vísperas y cantar himnos de ciegos a los que el señor de los cielos devolvía la vista.

Mientras entonaba uno se le ocurrió la idea que daría consuelo a su bien amada esposa y gusto a su descarriado cuerpo. Oficialmente declararía la guerra a los caníbales y para impedir la llegada de misioneros que perecieran bajo la concupiscencia de las nativas se le ocurrió declarar la isla territorio franco sólo para los hombres de la armada, para cuando logrado la pacificación del lugar, los más viejos, dígase mi amigo el teniente Wilson, haciendo un supremo sacrificio se dedicaran a la educación de… los nativos.

Lo cierto es que la armada llevó un barco, pegó cuatro cañonazos, disparó tres mosquetones y acabó en secreto con todos los hombres de la isla. Y entonces el gobernador puso en marcha la segunda fase de su plan secreto. Convertir la isla en lugar de reposo y placer para los marineros, una manera como otra de evitarse problemas de lupanares en Botany Bay. 



Oficialmente la isla está bajo su mando, pero como él está bajo la férula de mi látigo no dudes, Raquelita, que toda la isla obedece mi mando. Y no sabes lo maravillosa que es. Aquí la lluvia dorada no es otra cosa que oro y no jugos de perversos diablos. Si lo oyeras tintinear en mi faltriquera estarías orgullosa de mí, de lo que tu pequeña Samantha ha conseguido sin necesidad de dar uso excesivo al conejito; si vieras que pacífico pace, cómo rumia el musgo tiernecito de mis corderas.




Y a ello me dedico, además de cumplimentar cuando procede al gobernador, a adiestrar a las nativas, porque a pesar de que son voluptuosas en exceso carecen de conocimientos en el arte de la seducción. Tendrías que verlas con que  denuedo y ardor se entregan al fornicio noche y día sin importarles ni los caretos ni las gomas sifilíticas de sus partenaires. Nunca se cansan de fornicar.

Sin virtud ni faltriquera viven, querida Raquel, confiadas como hasta hace unos meses lo hacía tu pequeña Samantha. Ahora exijo, y no precisamente con látigo de seda, lo que a ellas se les escapa. Sé, porque te conozco, que a pesar de tus ovejas, tu granja y el coñito tierno de tu hijastra me envidiarás si te cuento que con leche de coco se refresca mi conejito y que retozo por las noches con nereidas coronadas de coral. 





En verdad sólo me faltas tú para sentirme completa, porque a pesar de su belleza ninguna de estas suaves y desvergonzadas damas consigue libar mis jugos con la prodigalidad de tus labios. Me duele pensar, querida mía, que cuando podríamos ser las reinas de este fastuoso panal se interponen entre nuestras pieles millas y millas de agua.

Déjalo todo, Raquel mía, y vente conmigo. Juntas cabalgaríamos sobre el mundo y los demonios cubiertas de oro. Disfrutaríamos tanto que te prometo que no echarías de menos la vieja Inglaterra.

Querida, sería la mejor recompensa para tu acendrada virtud.




FIN