sábado, 18 de agosto de 2012

Diabluras de Verano V



¿Sabéis lo que me ha decidido a no cerrar el blog? Un libro que me ha recomendado mi hermano. “Léetelo, dijo, verás cómo se te acaban las dudas”. Y añadió, poniéndolo entre mis manos: “tu blog es como el Libro de la señorita Buncle, quien lo lea dudará en considerarte o muy inteligente o realmente estúpida”.

No es un consuelo, pero tiene razón, leyendo el “Libro de la señorita Buncle” de D.E. Stevenson, publicado por la editorial Alba, he comprendido, lo que por mis años ya debería saber, que nunca controlaré lo que los lectores piensen de mí y de mi historia; así que sabed que hasta que llegue el otoño proseguirán las Diabluras.

Y lamento el desbarre de la anterior entrada, Aristóteles y La Poética no venían a cuento, sólo intentaba disfrazarme.

Es Amada la protagonista, Amada Muñoz Expósito y ha muerto. She´s gone, escribía nuestra corresponsal desde Santa Fe, Nuevo México. Y lo que son las cosas, cuando la encontraron en la puerta de la inclusa de la calle O´Donnell no llevaba ningún nombre encima, tampoco cuando la encontraron con un tercer ojo en mitad de la frente en la entrada del metro de la esquina de la calle Sesenta y seis este con Lexington, en el Midtown de Manhattan un amanecer de nieve, el 3 de febrero de 2008. 




Cuatro años, ocho muertos más y un hombre en coma de por vida ha costado, al parecer, que al cadáver enterrado en Queens, expediente SM2008/02/03/DPNM12012 pueda descansar en una lápida bajo su nombre. Ya he remitido a mi corresponsal las instrucciones para ello. Y cumplirá, lo sé. Es una mujer que por el interés personal que se ha tomado con la historia también, me temo, se ha quedado sin norte.

En fin, según me contó aquella noche borracha, en que por primera y última vez abrió para mí el baúl de los recuerdos, se llamaba Amada porque el director del orfelinato el veintidós de marzo del sesenta y dos, fecha en la que la encontraron, Don Francisco Beltrán Muñoz, era nuevo en la tarea y predispuesto como todo buen novato a dejar su impronta en el cargo y a demostrar que, con los desgraciados que la vida y las circunstancias pusieran bajo su férula, se podía ser justo y benéfico, que no tenían por qué pagar los pecados de sus madres.

- Y lo fue, lo fue –repetía Amada con lengua trapajosa-, mírame, soy la prueba de su justicia –añadió levantándose de la banqueta y estirándose cuan larga era, y lo era..., para enseguida, mareada, dejarse de nuevo caer desmadejada.

En una España de curas y cirios, el tal don Francisco se envanecía de creer que la transformación del tocado por la mancha del pecado en un ser humano digno de salvación no sólo incumbía a la religión sino que resultaba propiamente materia de educación y era, ese, el mayor reto que se le ofrecía como director de la inclusa. Una educación “humanista”, decía, sin olvidar, claro está, que en el orden del día figuraban como obligatorios, la misa y el rosario.

A Amada la liturgia no le molestaba, al contrario, en la capilla olía bien y se estaba calentito y fingiendo devoción se dedicaba a leer a escondidas los libros de aventuras que birlaba de la biblioteca.

- Y sabes, como era tan humanista, tan humanista –contaba, la cabeza torcida sobre la mesa, los pelos lacios tapándole la cara, las manos volanderas desperdigadas- no dudó un instante, cuando la hermana tornera le comunicó el hallazgo de una niña abandonada junto a la puerta, es decir, yo, en demostrar su compromiso con el ideario.

- Se comprometió, Marien, se comprometió –insistió y su voz chirrió como uña sobre cristal provocando escalofríos en los últimos parroquianos de la Fídula, el café concierto de la calle Huertas (ahora tan concurrida, arbolada y embaldosada de citas), que habíamos comenzado a frecuentar por su cercanía a mi nuevo alojamiento en la calle Santa María.

Y así la llamó María Amada Muñoz. María por imposición eclesial. Amada para que, a pesar de su origen, la vida fuera con ella benévola y por si no lo fuera, al menos le quedara en los labios, cuando pronunciase su nombre, el regusto de lo posible. Y Muñoz para que el capellán, los monaguillos, sus acólitos, las cuidadoras, los maestros y las cocineras se cercioraran, por si no bastaban sus palabras, de la firmeza de su compromiso.

-No  era su hija –prosiguió rascando la lija de la garganta, desafinando como el piano que desde el rincón nos vigilaba angustiado-, ni me quería por tal, por eso me puso el apellido de su madre. El de su madre, ¿te das cuenta?, el de su madre… y añadió el socorrido Expósito para que nunca pudiese llamarme a engaño. ¡Maldita sea, Marien, me llamó Expósito!

- Anda, vámonos, que van a cerrar –le pedí cogiéndola suavemente del brazo. La verdad, no me importaba tanto su ridículo como que la encargada nos pusiera en la calle, en la Fídula siempre se ligaba y estaba al lado de casa.

- ¿Y sabes… cómo me llamaban en la inclusa? –prosiguió con la llorera, los ojos rojos como semáforos.- No…, no lo sabes… cómo lo vas a saber…

- Venga… Amadita…

En qué momento se me ocurrió aplicarle el diminutivo… desperté a la hiena que alimentó la inclusa. Graznó. Como si fuera un cuervo o un grajo o una urraca o un asqueroso buitre, graznó. Y luego para compensar soltó la carcajada de sus abuelas recién levantadas.


- Tú no –dijo cuando dejó de escuchar la llamada de la sábana del Serengueti ya sentada en el bordillo de la acera.

La entendí y no tuvo que repetírmelo jamás. Los diminutivos eran privativos de la “artista”. Y sabéis, aunque no era justo, no pude evitar sentir lástima por ella. Claro que más aún debía sentir la propia Amada, ensimismada en sus recuerdos, porque se puso a recitar lo que en principio creí una letanía…

- Sacres, efractores, golfínes, ratas, choros, guzpatareros, volates, chuceros, cangalleros, faltreros, golleros, calabaceros, cachucheros, sisones, randas, murcios, monfines, polinches...

… Y resultó, creo yo, una lista de insultos que, dueña del diccionario, debía lanzar a los incluseros cuando se metían con ella.

No, nunca supe como la llamaban, aunque no es difícil de imaginar teniendo presente su apariencia, ojos pequeños, pestañas casi blancas, piel sonrosada, frente huidiza, nacimiento del pelo cerca de la coronilla, desgarbada…

En fin, os dejo con otro fragmento de su insigne y última novela:

Samantha 
o la recompensa de la virtud



¡Oh Raquelita!, no sabes qué tristeza me encogió el corazón cuando la señora K. me trajo tu carta. Por la forma aviesa con la que me sonreía me dio por pensar que eran malas noticias, que por eso se alegraba; aunque no podía saber lo que decía. El amo la llama unas veces “cenutria aldeana” y otras dice de ella que es tan tonta que se tiene por Hipatia, y aunque eso no sé lo que significa parece un insulto muy grave, porque la señora K., retuerce el hocico cuando se lo oye llamar.

¿Por qué te enojas conmigo Querida, no he podido evitar tu casamiento y si lo que dices en tu carta es cierto me parece que entonces no tienes por qué compunjirte. Eres dueña de la granja. ¿No te das cuenta? Dueña. No la mujer del inquilino, ni su sirvienta. Ya ves cuán generoso es el señor. Si a ninguno de los sirvientes de la mansión entregó el salario del año, ni la ropa para el entierro que la condesa estipuló en su testamento y a  ti, en cambio, te entregó los documentos de propiedad de Farmer Five Mills, sólo  fue por la alta estima en que a mí me tiene. Lo sabes ¿verdad?



Creo que tus palabras de enfado traen cuenta de tu miedo a conocer el garrote del granjero. Hazme caso, Raquelita, las jóvenes pobres como tú y yo no somos libres de medrar a nuestro antojo, pero ser la esclava de un rabo amable no tiene porque ser triste ni doloroso; sigue las recomendaciones que te di en el anterior billete y veras como el granjero deja sus horribles costumbres y adopta otras más sanas como regarte el jardín, saborear tu sabroso conejo o salir y entrar por la puerta trasera sin dejar huella.

Es cierto que llevo poco tiempo rindiendo pleitesía al cayado del amo, pero he aprendido y te recomiendo que no eches en saco roto mis palabras, que en cuanto se aperciben que deseas preservar algo de sus cuidados, ellos, inocentes, más te los prodigan. Por ejemplo: al amo le encantan mis nalgas, pues yo sumisa a todas horas se las ofrezco, de tal modo que poco a poco se va olvidando de ellas.

Ítem más, cuando por primera vez besó mis labios con su boca, intenté impedírselo, como si me avergonzara, y ahora… los amasa, los sorbe y los lame con fervor, después de vencer mi resistencia. Y ¿sabes? mientras él hunde la cabeza en mi entrepierna yo sólo tengo que acariciar con una mano sus delicadas gónadas (te das cuenta que palabras he aprendido), y así quedo libre de imaginar que son los tuyos los que me miman, tus dedos los que me pellizcan.

 Hazme caso, querida, no te resistas y serás dichosa…, lo sé. Aunque duela olvidar el pasado…




Claro que tú gozabas sin fingimientos en brazos de la condesa y tal vez por eso te cueste más olvidar los buenos ratos en la mansión. Yo, en cambio recuerdo que las mañanas que no compartía su lecho, el despertador sonaba en la helada buhardilla a las cinco de la mañana, a las cinco. Aquí, en cambio, duermo hasta bien entrada la mañana. ¿Que el amo se muestra juguetón al amanecer y me despierta al galope? Pues galopamos, pero en cuanto se cansa se marcha corriendo a satisfacer su otra pasión: la caza. Y yo me acurruco calentita bajo las mantas; que vuelve y aún sigo acostada, me arranca de la cama, me da unos azotes cariñosos en el culete y montándome me obliga a galopar como si los perros hubieran ya localizado al zorro. Con la equitación, ahora montas tú, ahora yo, pasamos el resto de la mañana.

En la mansión de C., tenía que saltar inmediatamente de la cama, poner los pies desnudos en el frío suelo, aquí el dormitorio del amo todo está cubierto de alfombras tan mullidas como un buen lecho de plumas. ¿Recuerdas nuestras camas? No eran de plumas ¿verdad? Ni siquiera la de la señora J. lo era. Pero, Raquel, si haces que tu granjero trabaje duro y firme, tu colchón también podrá selo. ¡Las ocas serán tuyas! Desplúmalas cuando quieras.


Y recuerdas como debíamos asearnos?, a veces hasta teníamos que romper la costra de hielo que formaba por la noche en el aguamanil para  poder lavarnos solamente los ojos. Yo aquí dispongo de bañera para mi aseo, y la señora K. es la encargada de subir las cántaras con agua hirviendo. En la mansión de C. éramos tú o yo las que las vaciábamos en la bañera de la condesa. ¿Recuerdas cómo nos escaldábamos las manos con el agua hirviendo?

Y el desayuno ¿recuerdas?, cuando al ama le apetecían tostadas subíamos los dos pisos corriendo para que le llegaran chorreantes de mantequilla caliente. Y a veces, si la cocinera estaba de mal humor o las pinches andaban atareadas con los preparativos de la comida teníamos que poner nosotras el hervidor al fuego mientras nuestras gachas de avena se enfriaban. Querida, aquí me sirven el té en la cama, con crema y tres terrones de azúcar, puede ocurrir que a veces la crema no llegue a la taza, que se derrame por mi cuerpo y manche las sábanas, pero ni uno ni otras tendré obligación de limpiarlos. ¿Comprendes?



Querida, para ti no tiene porque ser distinto. Entretén a tu marido con largas jornadas de trabajo, recuerda, las escrituras son tuyas. Se amable y deferente con los atributos que le cuelguen, menciónale que antes era viudo y de que te des cuenta lo encontrarás deseo de servirte, de ti dependerá que lo haga a tu entera satisfacción. Y no, no pienses jamás que he olvidado tu dulce plumón, créeme, siempre seré tu afectísima
Samantha.

P.D. Déjale, al principio que siga echando humo por la boca, el amo toma rapé y cuando estornuda me pone perdida de tabaco y pica…










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